El hombre del semáforo

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El hombre siempre se sienta cerca de uno de los semáforos ubicados en una de las tantas calles que atravieso para ir al trabajo. En medio de una y otra vía, creció un inmenso árbol bajo el cual descansa cuando el verde lo obliga a parar.

Lo he visto tantas veces con mirada oblicua, causada por la incomodidad que me produce su dolor, con el afán de evitarme la culpa que, de todas formas, me persigue durante algunas cuadras.

El otro día pude verlo. Para eso, me escondí entre otros árboles, y advertí un poco de su cotidianidad cuando el semáforo está en verde y cuando está en rojo. Sus movimientos no cambian gran cosa, pero sí su mirada, que dirige, en la ocasión propicia, hacia los autos del frente.

Sostiene, como es usual en estos casos, un rótulo donde está escrita una leyenda que no he logrado leer, colocada junto a un tarro donde recibe las monedas. A veces, rueda levemente su silla para hacerse visible.

Pero en los recesos se comportó de forma distinta, se mostró muy animado y conversaba con unos repartidores de comida, con quienes compartía sonoras carcajadas y chistes inocentes.

Ellos le daban unas palmadas en la espalda estruendosamente, y él se dejaba acariñar así, de la forma en que algunos hombres muestran y reciben el afecto.

Entonces, pensé que tal vez no sufría como me figuré al principio. Quizá era feliz, si bien fuera por ratos, como lo somos usted y yo, andando sobre nuestras dos piernas.

A él, el cuerpo se le acaba en la cintura, y de ahí para abajo viene la silla de ruedas. Sentado ahí, pide dinero, discretamente, cuando el rojo le da permiso.

Me hizo pensar en nuestra naturaleza carnal y el lugar que ocupamos en el mundo. En el caso de este hombre del semáforo, en la orilla de una transitada carretera.

En otros que viven debajo de un puente o en el barranco de un torrente, junto a lavadoras, televisores y cajas inservibles. "¡Están mejor que uno, tienen casa con vista al río!", diría el tipo de personas como las que afirman que quienes piden en la calle son millonarios.

Reflexiono sobre los cuerpos viejos, muchos hechos un puño en una cama dentro de un hogar de ancianos o en su propia casa, encadenados a un sufrimiento paralizado que suele durar años, inexistentes para sus familias y el país.

También en los que tienen décadas de esperar un trasplante que no llega debido a la falta de donantes, burocracia, negligencia médica o corrupción. Son carnes detenidas en el tiempo —el de la espera—, caracterizado porque no avanza.

Recuerdo a los que están en una silla, conectados a una intravenosa, recibiendo quimioterapia, con la esperanza de no morir a causa del tratamiento, y de que este más bien los salve y dé un poco más de vida.

Los desafíos de pensar y escribir sobre un tema como este son muchos. Por un lado, los discursos políticamente correctos vuelven casi imposible referirse al asunto sin correr el riesgo de ser acusada de alguna fobia.

Por otro, los llamados a una solidaridad mal entendida acaban revictimizando a quienes dicen defender, negándoles toda capacidad de acción con el afán de poder seguir sintiéndose sus salvadores o aliviar la culpa referida antes.

Por último, las demandas de superación personal, promovida por la industria millonaria de los libros, las películas y las conferencias, gritan: "Mi fuerza es mayor que cualquier obstáculo", "la vida es un 10 % de lo que experimentás y un 90 % como respondés a ello", "la curación viene de tomar responsabilidad, de darse cuenta de que eres vos quien crea tus pensamientos, sentimientos y acciones". Por supuesto, la música, cuyas frecuencias prometen, causan regeneración celular.

Pero incluyo aquí los eufemismos para nombrar las marcas del cuerpo que pueden significar un tumor, un brazo menos, y evitan atender el asunto por el fondo: "Guerrero contra el cáncer", "persona con diversidad funcional", "ciudadano de oro".

El filósofo francés Maurice Merleau-Ponty propone que en el cuerpo se establecen formas de relacionarse con el mundo, no como un objeto, sino como su punto de partida. Para él, el cuerpo propio es la base de todo sentido; el cuerpo y el mundo son uno solo.

Un ejemplo del papel del cuerpo en la vida es el llamado miembro fantasma, experimentado por entre el 50 % y el 80 % de las personas amputadas, según investigaciones de Richard Sherman, entre otras.

Acuñado por el médico estadounidense Silas Weir Mitchell, en el año 1871, la expresión "dolor de miembro fantasma" denomina la sensación de permanencia —mediante el dolor, calor, frío, movimiento— de un miembro que fue amputado.

Las mujeres somos el ejemplo más claro de la estrecha relación entre el cuerpo y la vida que se tenga. Nuestra subjetividad, deseos, miedos y determinación se forman en el cuerpo, sostiene la psicoanalista argentina Silvia Bleichmar. Moldeado por las experiencias tempranas y la cultura, aprendemos rápidamente cuál es nuestro lugar en la familia y la sociedad.

Los llamados a cerrar las piernas, reírse menos, hablar menos y más bajo, pero también para usar nuestro cuerpo en la atención de infinidad de detalles domésticos, son aleccionadores.

Como lo son los peligros reales de ser violadas, que nos obligan a quitar el cuerpo de calles solitarias, a negarnos una caminata en soledad por la montaña.

Están, asimismo, los de las mujeres tapadas de pies a cabeza en los países islámicos, incluso las que hoy celebran en Siria y probablemente reciban pronto un golpe a su integridad física.

La idea del filósofo francés René Descartes sobre una ruptura entre mente y cuerpo la cuestionamos con nuestra propia existencia, que grita por humanizar las cosas vividas, por mantener a toda costa la dignidad, sobre todo la de quienes más vulnerabilidad rehúyen.

Los pasillos de los hospitales públicos son un lugar donde bien se siente la importancia de la carne. La última vez que estuve ahí lo hice en compañía de gente apretada en una camilla, puesta en un rincón sobre una silla de ruedas, deambulando por los minúsculos espacios libres, gritando, tosiendo, vomitando donde tocaba; pero también de personal sanitario apresurado, atendiendo a decenas a la vez, tragándose la comida, amenazando o cuidando.

Somos cuerpos amados, cuidados o, como le toca a tanta gente, huérfanos, incluso en el momento de la muerte, cuando, ahora sí y para siempre, ese rodar de brazos, hígado y torso ha terminado.

isabelgamboabarboza@gmail.com

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