Cárceles vulnerables

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Entre mayo de 1993 y junio de 1994, una banda de venezolanos sembró el terror en el país con una serie de violentos asaltos a bancos, con saldo de tres muertos y varios heridos. La planificación de los atracos, la crueldad de los delincuentes y los informes recibidos por la policía daban cuenta de su peligrosidad.

El 7 de junio de 1994, en la madrugada, las autoridades los sacaron de las celdas del Organismo de Investigación Judicial (OIJ) y, en lugar de recluir a los tres hombres en La Reforma y a la mujer en El Buen Pastor, los trasladaron al aeropuerto Tobías Bolaños para subirlos a un helicóptero y llevarlos a la base aérea de Seguridad Pública, en el Juan Santamaría. Allí, los entregaron a la policía venezolana, que esperaba en un avión Hércules C-130 de la Fuerza Aérea de su país.

No hubo extradición ni juicio local ni se observó procedimiento alguno prescrito por ley. El gobierno alegó estado de necesidad en vista de la peligrosidad exhibida por los extranjeros, sus antecedentes en Venezuela, donde asaltaron cárceles para liberar a cómplices presos, informes de una ola de secuestros para canjear a los prisioneros por rehenes y la vulnerabilidad de las prisiones locales.

Lo sucedido desató un debate entre quienes apoyaron el razonamiento práctico del gobierno y los partidarios de observar la ley con todo rigor. El espacio intermedio, con un grado de riesgo pero entero cumplimiento del ordenamiento jurídico, habría sido un procedimiento de extradición expedito, aun para el caso de crímenes cometido en Costa Rica por personas buscadas en otros países.

Si nuestro país se ve obligado a juzgar los delitos cometidos en su territorio antes de conceder la extradición, necesitaría cárceles más seguras y voluntad de correr riesgos cuando detenga a personajes relevantes del narcotráfico y el crimen organizado. Por eso, el fiscal colombiano Gonzalo Gómez Escobar sugirió a los diputados que estudian la reforma constitucional para permitir la extradición de nacionales contemplar delitos cometidos en más de una jurisdicción, incluida la local.

Claro está, los asaltantes de fines del siglo pasado eran extranjeros, pero ya hay costarricenses tan peligrosos como ellos involucrados en el negocio multinacional de las drogas, cuya evolución ha sido mucho mayor que la seguridad de nuestras cárceles. Otros países están mejor preparados para someterlos a la justicia, y ese debería ser el fin último de la cooperación contra el crimen.

agonzalez@nacion.com

Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.

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