Lecciones políticas de la corrupción menemista que llegan para la Argentina de Javier Milei

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Termina 2024 con una brisa económica mucho más auspiciosa que lo que se esperaba hace un año, pero con tormenta ética que proyecta su sombra al 2025 electoral. La pregunta política clave con la que se cierra 2024, y con la que se abrirá el nuevo año, es una cuestión de tonelaje simbólico: ¿cuánto pesa, políticamente hablando, la corrupción en la Argentina de Milei? De ahí, surgen tres cuestiones: ¿cuánto condiciona la credibilidad del oficialismo libertario? ¿Cuánto determina el éxito o fracaso de la oferta electoral en general, tanto del mileísmo como de la oposición macrista o kirchnerista? ¿Y cuánto influye en la demanda electoral por el lado de la ciudadanía? Es decir, ¿a alguien le importa la corrupción en la Argentina?

Hay indicios para sospechar que no tanto. La corrupción endémica es un elemento definitorio de las cuatro décadas de democracia que ofrece hitos clave. Hay, por lo menos, tres hitos obscenos en su materialidad y su poder visual: los tres son hijos de la década kirchnerista. Primero, el video de La Rosadita de 2013, donde Martín Báez, el hijo de Lázaro Báez contaba billetes con la naturalidad de oficinista en rutina automática. El segundo, las lecciones que salieron de boca de Leonardo Fariña, el valijero de Lázaro Báez, que en el 2013 kirchnerista dejó su huella en la conciencia colectiva cuando tradujo el valor billete a su kilaje: "Un millón de dólares pesa un kilo 100″, dijo.

En aquellos años, un programador hizo el cálculo y lo desmintió: "No pesa kilo cien. Pesa 10 kilos", y creó una página web para pesar el salario: Pesatusueldo.com. "Pesá tu sueldo según el cálculo de Fariña", anunciaban páginas de internet en aquel 2013. El último hito fueron los bolsos de López, arrojados por encima del muro del convento. Relatos salvajes de la democracia argentina.

Ahora, desde el debate fallido de Ficha Limpia, la corrupción y la falta de transparencia institucional llegaron al centro de la escena de la Argentina libertaria. Desde entonces, sigue dominando la agenda de la indignación política: oficialismo y oposición perfilan sus identidades y sus estrategias políticas cada vez más en torno a ese tema, no siempre con éxito. No es sólo la economía, también es la corrupción y el posicionamiento ante ella.

Una saga de episodios renueva esa reacción. Del affaire Ficha Limpia al caso Kueider. De ahí, al video showoff del fiscal Ramiro González y al caso del nuevo jefe de la DGI libertaria, Andrés Vázquez, llegado a la AFIP con el menemismo, que no declaró sus propiedades offshore ante la Oficina Anticorrupción. De ahí, al juez Ariel Lijo, que en 2022 sobreseyó a Vázquez en otra causa de 2004 sin profundizar en la investigación: un oxímoron en el que el recaudador fue procesado por no declarar ante la agencia recaudatoria en la que trabaja cuentas en dólares en el exterior. Y de ahí, al jefe del bloque Pro en Diputado, Cristian Ritondo, denunciado por presunto enriquecimiento ilícito.

Además, la cuestión persistente del rol de Lijo en la maniobra del gobierno para cubrir los cargos vacantes en la Corte Suprema. Y como trasfondo, las investigaciones judiciales que protagoniza sostenidamente Cristina Kichner: 2025 la encontrará frente a dos juicios orales por corrupción, la causa Cuadernos y Los Sauces-Hotesur.

La Argentina es una bomba enredadísima de corrupción donde todos son hilos rojos que nunca se cortan. El entramado atrapa aún a quienes se esfuerzan políticamente por quedar fuera del enredo. El progresismo está enojado e indignado moralmente. La derecha está desaforada y con la autoestima alta. En esas dos oraciones se sintetiza el panorama político del presente. Parecen polos opuestos pero hay una trama transversal que los atraviesa: la corrupción y sus esquirlas. Por supuesto que hay diferencia de escalas.

El kirchnerismo lideraba el ránking de la lógica de la corrupción. El problema de los libertarios y del macrismo es la altura de la vara: con identidades anti casta o de transparencia republicana, respectivamente, están obligados a la política de la conducta ética irreprochable. Sin embargo, la madeja los tiene enredados.

Paradojas: aunque el kirchnerismo es el sector político con más acusados, juzgados y condenados en causas de corrupción, es el que menos sufre el impacto electoral del tema corrupción y falta de transparencia. De Menem al último gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, queda claro que el votante peronista o kirchnerista en sus diversas versiones es capaz de mirar hacia otro lado, inclusive cuando la economía no acompaña.

El año pasado lo dejó claro. El Yategate de Insaurralde y el affaireChocolate Rigau mostró que la corrupción rampante no termina de conducir a la condena electoral. En Lomas de Zamora, ganó el delfín político de Insaurralde. En la provincia de Buenos Aires, renovó Axel Kicillof.

El menemismo inauguró a la corrupción estructural como matriz política: ésa es una versión de Menem que los libertarios dejan de lado. Pero es una dimensión central de la década menemista: el Estado y su privatización como oportunidad para hacerse de un botín desde el Estado. También plantó la bandera de la primera gran desazón argentina: un electorado capaz de renovar el voto a un gobierno denunciado interminablemente por la corrupción de su primera gestión. Esa corroboración del comportamiento del votante quedó inaugurada en 1995, cuando Menem ganó por el 49,95 por ciento de los votos. En 1989, había gando con el 48,51 por ciento.

Hoy, para el kirchnerismo, el combate contra la corrupción tampoco es un tema de su identidad pero sí es una oportunidad política para recuperar poder: el caso Kueider dejó ver el uso táctico del tema corrupción en la guerra que se libra palmo a palmo por el poder. "Cinismo", fue el reproche de la oposición.

Al contrario, en el gran cuadrante de derecha que va del mileísmo rabioso al Pro de Macri y al radicalismo exaliado del macrismo en Juntos por el Cambio, la corrupción conduce a un posicionamiento político obligado. En la medida en que es una bandera política, su contrato electoral tiene a la ética y la transparencia como componentes centrales. Por eso el silencio en las huestes macristas y libertarias en torno al tema Ritondo. La bandera anticorrupción puede verse manchada. En su caso, la táctica que aleja el pragmatismo político de la ética anticorrupción es más riesgosa que en el caso de los kirchneristas: mientras se hace política oportunista que debilita los principios anticorrupción para salvaguardar posiciones de poder, se debilita el contrato electoral con los votantes. Ése es el dilema detrás de Ficha Limpia o el caso Kueider y su expulsión o no. Lo que conviene no es siempre lo correcto.

Ese dilema dispara un interrogante específico para libertarios y macristas. No aplica a los kirchneristas. La cuestión es: ¿la ciudadanía que espera pureza ética está dispuesta a acompañar a los políticos que no la tienen? La ciudadanía que perdonó a Menem o al kirchnerismo puede no comportarse igual frente a una promesa de depuración que termina fallida. La duda se refuerza en año de elección legislativa, cuando el voto sale de la encerrona blanco o negro que implica una elección presidencial, sobre todo si llega al balotaje.

En el macrismo, la transparencia republicana es la bandera con la que busca diferenciarse del mileísmo. Si Milei se quedó con todas las banderas económicas, a Pro le queda llevar adelantes la de la transparencia republicana. En ese punto, Pro está todavía más exigido: sólo tiene la política de la ética para ofrecerle a su electorado.

En el mileísmo, la política económica está alineada y no hay voces disonantes en ese terreno: la interna del gobierno no llega al ministerio de Economía. En temas de corrupción y transparencia es otra cosa. En ese punto, es interesante la última encuesta publicada por la consultora Escenarios de los politólogos Pablo Touzón y Federico Zapata. Ante la pregunta "¿Qué tan capaz considera al gobierno de Javier Milei para resolver los siguientes problemas", el mayor porcentaje se lo lleva "inflación", con el 37,67 por ciento. El segundo, "déficit público", con 37,64 por ciento. El tercero, "la economía", con 37,37 por ciento. Pero el tema "corrupción", queda sexto de ocho, con 31 por ciento.

La gran interna mileísta se traduce políticamente en la cancha del tema transparencia y corrupción. La elección de Lijo como juez de la Corte, la posición en Ficha Limpia y el caso Kueider definen la cancha en la que se enfrentan el Presidente y su vice, Victoria Villarruel, nada menos. Por el momento, en lugar de generar política pública e identidad ante la ciudadanía, la lucha anti corrupción genera interna feroz y pérdida de alineamiento.

No está claro todavía el significado de ese cimbronazo: ¿por qué el tema corrupción no alinea a la tropa anticasta de Milei? ¿La lucha anticorrupción sin vueltas no debería ser una consecuencia natural de su identidad fundacional? ¿Por qué, al contrario, la enreda y la desconcierta? El sentido político de esa confusión todavía no queda claro. Tampoco está decidida la respuesta de la ciudadanía a esas contradicciones mileístas.

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